
Meditaciones de la Palabra de Dios que inspiran, edifican y fortalecen nuestra fe
María Magdalena estuvo allí cuando Jesús fue crucificado, cuando murió y cuando fue sepultado. No se apartó, ni siquiera en el dolor. Y fue justamente a ella —una mujer transformada por el amor y la gracia de Cristo— a quien Jesús eligió para aparecerse primero tras su resurrección (Juan 20:11-18)
Sabiendo que no podían hacer nada el sábado (día de descanso), ese viernes, con la tristeza encima y la noche cayendo, corrieron a preparar las especias aromáticas para ungir el cuerpo de Jesús.
En el Gólgota, entre el llanto y el polvo, una madre estaba de pie. Con el corazón traspasado 💔, miró al Hijo que había cargado en su vientre, que había criado, amado ❤️, y ahora lo veía dando su vida en rescate de los pecadores.
En el relato de la Última Cena, Jesús instruye a sus discípulos a preparar el aposento alto para celebrar la Pascua. Aunque los Evangelios no mencionan su nombre, alguien tuvo que ofrecer ese espacio. Alguien limpió, ordenó, dispuso los alimentos, puso la mesa…
¿Y si fue una mujer?
En el corazón de la Semana Santa, específicamente el Martes Santo, Jesús enseñó en el templo una parábola que sigue hablando con poder hasta hoy: la parábola de las diez vírgenes (Mateo 25:1-13).
Maria de Betania hizo algo que pocos comprendieron en su momento: derramó un perfume costoso sobre los pies de Jesús y los secó con su cabello (Juan 12:1-8). Un gesto de devoción profunda criticado por algunos, pero valorado por Jesús como una preparación anticipada para su sepultura.
El 𝗗𝗼𝗺𝗶𝗻𝗴𝗼 𝗱𝗲 𝗥𝗮𝗺𝗼𝘀 marcó el inicio de la semana más trascendental de la historia. Jesús entró triunfante a Jerusalén, montado en un pollino, mientras la multitud extendía sus mantos y palmas, gritando: “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mateo 21:9). Entre esa multitud, también había 𝗺𝘂𝗷𝗲𝗿𝗲𝘀 𝗱𝗲 𝗳𝗲, que seguían a Jesús con corazones rendidos y esperanza viva.